ATE Junín

Asociación Trabajadores del Estado

La asignación por hijo y la inquebrantable condena

Al menos un millón y medio de niños no alcanza la asignación por hijo (AUH), una de las principales medidas inclusivas decididas desde los años de fin de siglo de la Argentina.

Al menos un millón y medio de niños no alcanza la asignación por hijo (AUH), una de las principales medidas inclusivas decididas desde los años de fin de siglo de la Argentina. La génesis apresurada, falta de debate y sin aporte legislativo, impulsada por una necesidad política de supervivencia y de re apropiación de la agenda pública, hizo nacer a la asignación con fallas de origen claras y rotundas. Que no dinamitan su razón de ser ni la desestiman. Pero en su imperfección la colocan en el amplísimo outlet de las políticas sociales escasas, con profundos huecos en la realidad de la gente, con agujeros estructurales por donde se escapan los más débiles, por donde se caen los que ya están afuera.

Es decir: la asignación fue y es importante (por eso era la propuesta emergente y mucho más amplia de las organizaciones cuando se venía, inexorablemente, el desastre económico y social para los sectores populares en el país). Pero no alcanza. Porque la inflación creciente se devora la alimentación que nutre, porque las familias están mucho más fragmentadas y quebradas de lo que el Estado puede vislumbrar desde la torre donde miran los gobernantes, porque las drogas desactivan cualquier intento de amanecer y tuercen tantas veces el destino de esos 340 pesos, porque hay 170.000 chicos sin documentos, porque otros tantos no van a la escuela, porque si es sexto hijo ya no cobra, porque viven tan lejos que nadie llega, porque nacen en las tierritas que les quedaron a los pueblos originarios, porque vinieron de Bolivia, de Paraguay, de Perú, es decir no son de acá, aunque despierten, jueguen, sufran, tengan hambre y se duerman acá.

Un mes después de sufrir una durísima derrota en las legislativas de 2009, con el mismísimo Néstor Kirchner como candidato insignia, Cristina Fernández lanzó por decreto la AUH. Era imprescindible un golpe de efecto paralizador de una oposición triunfante pero que no sabía qué hacer con esa victoria. Y eligieron –ambos- una bandera cara a las organizaciones populares que volvía imposibles los planteos opositores. Pero fue escasa en monto (180 pesos iniciales que hoy son 340, en una admisión silenciosa de los niveles inflacionarios actuales), limitada en su llegada y destinada a suplantar la ausencia, en una porción de la gente que sigue superando el 40%, de las asignaciones familiares que cobran los trabajadores registrados.  En ese barrio heterodoxo conviven los hijos de padres desocupados, monotributistas, trabajadores domésticos, precarios e informales.

En total son 3 millones y medio de niños los que reciben la AUH, que se cobran siempre y cuando estén escolarizados y tengan asistencia sanitaria. El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) asegura que son 1.750.000 los chicos que no están cubiertos por ningún programa social y viven en la pobreza o la indigencia. Unicef es algo más piadoso: sostiene que son 1.500.000.

Los doce hijos de María Ovando son una fotografía brutal. El Estado los visibilizó únicamente cuando a ella se le murió su nena en brazos. No tenían documentos ni cobraban asignación y comían todos los días harina y grasa. A ella la encerraron un año y medio. Seguramente por ser culpable de vivir en Mado, el monte misionero donde los niños se mueren por desnutrición dos veces y media más que en el resto del país.

Cumplían todos los requisitos como para no cobrar la AUH: no iban a la escuela, no tenían documentos, vivían lejos de todo, tenían un hospital a 25 km, eran extremadamente pobres. Y más de 5.

Si el Estado decidiera que no sólo llegará con garras y balas a los confines de la gente –en Formosa, en Misiones, en Salta, en el conurbano- y decide estirar la mano con un dedal de ternura, posiblemente ese millón y medio de niños y niñas hijos de marías ovando jujeñas, correntinas, santiagueñas, de la Matanza, de José León Suárez, tucumanas, rionegrinas, no crecerían marcados a fuego por la condena de origen. Que no es el pecado de origen pero se le parece.

La asignación, que definitivamente no es universal, tiene que llegar a los niños que comen sólo harina y grasa porque su espíritu fundacional fue acabar con el hambre. Sin embargo no llega. Y allí donde arriba, lo hace desprovista, descarnada.Descontextualizada. Sin estructuras que ofrezcan programas por donde no se cuelen el abandono y la fatalidad (concebida como un destino que no puede torcerse). Entonces si el padre desapareció hace tiempo y consigue un trabajo registrado, la madre se verá desprovista de la asignación y a cargo de los niños. Si la mamá está devastada por el paco y no existe asistencia a la que ella pueda acceder, el dinero tendrá otro destino. No se trata de las simplificaciones perversas del tipo “la AUH irá a parar a las drogas y al bingo” (senador radical Ernesto Sanz) o “las morochitas que se embarazan para cobrar” (Miguel del Sel, ex candidato del Pro), que no hacen más que ofender desde el desprecio a las madres de nuestros chicos, criaturas ellas hasta hace minutos. Condenadas por herencia. Se trata de la voluntad real –o no- de reconstruir un tejido social apolillado por la devastación. Donde las drogas –las baratas, las que cortan las neuronas y la vida como botella rota- son protagonistas esenciales. Objetos de exterminio.

Y si el niño, a partir de la asignación, puede comer pero no existen políticas públicas destinadas a cambiar el rumbo de su fatalidad, la condena seguirá en pie. Inquebrantable.